Los Susurros del Bosque: La Maldición de San Sebastián
En el corazón de la República Dominicana, en un pequeño pueblo llamado San Sebastián, vivía un joven llamado Alejandro. Con 17 años, su vida era sencilla y rutinaria, pero todo cambió un día cuando encontró una carta antigua mientras ayudaba a su abuela a limpiar el ático de su casa colonial.
La carta, escrita con una caligrafía delicada, estaba fechada en 1924 y mencionaba una serie de extraños eventos que habían ocurrido en el pueblo. Hablaba de desapariciones, avistamientos de sombras en el bosque cercano y una antigua maldición que, según la leyenda, acechaba a San Sebastián cada cien años. Intrigado, Alejandro decidió investigar más sobre la historia, a pesar de las advertencias de su abuela.
Esa misma noche, Alejandro tuvo un sueño inquietante. En el sueño, se encontraba en el mismo ático, pero en lugar de estar lleno de trastos viejos, el espacio estaba vacío, salvo por una antigua muñeca de porcelana con ojos que parecían seguir cada uno de sus movimientos. De repente, la muñeca comenzó a reír, una risa fría y aterradora que lo despertó de golpe. Alejandro se levantó sudando frío, con la sensación de que algo terrible estaba a punto de suceder.
Los días siguientes, Alejandro comenzó a notar cosas extrañas a su alrededor. Las luces parpadeaban sin razón aparente, las sombras parecían moverse por sí solas y siempre sentía que alguien lo observaba. Decidido a descubrir la verdad, convenció a su mejor amigo, Marcos, para que lo acompañara al bosque mencionado en la carta.
Una noche sin luna, los dos amigos se adentraron en el bosque. El aire era denso y cargado de una inquietud palpable. Después de caminar durante una hora, encontraron una cabaña abandonada que parecía sacada de una pesadilla. La madera estaba podrida, y en el aire flotaba un hedor a humedad y descomposición.
Con el corazón latiendo con fuerza, Alejandro y Marcos entraron en la cabaña. Dentro, encontraron símbolos extraños dibujados en las paredes y un viejo diario que parecía pertenecer al autor de la carta. Al hojearlo, descubrieron que el dueño de la cabaña había intentado sellar la maldición, pero fracasó y fue consumido por la oscuridad.
De repente, un ruido ensordecedor resonó en la cabaña. La puerta se cerró de golpe, y una figura sombría apareció en una esquina. Era una figura alta y delgada, con ojos rojos brillantes y una sonrisa siniestra. Alejandro y Marcos intentaron escapar, pero la figura se movía más rápido de lo que ellos podían reaccionar.
Atrapados y con el miedo paralizándolos, Alejandro recordó algo que había leído en el diario: para romper la maldición, debían destruir el símbolo que el propietario anterior había fallado en eliminar. Miró alrededor y vio el símbolo tallado en la pared detrás de la figura. Con una valentía desesperada, Alejandro tomó una antorcha que había encontrado en la cabaña y la lanzó contra el símbolo.
El fuego consumió rápidamente la pared, y la figura lanzó un grito desgarrador antes de desvanecerse en el aire. La cabaña comenzó a derrumbarse, y Alejandro y Marcos apenas lograron salir antes de que todo colapsara.
De vuelta en el pueblo, las cosas parecieron volver a la normalidad, pero Alejandro nunca pudo olvidar esa noche. Habían sobrevivido, pero sabía que algo oscuro seguía acechando, esperando el momento adecuado para regresar. Y cada vez que miraba al bosque desde su ventana, no podía evitar sentir que unos ojos rojos lo observaban desde la distancia, esperando el momento perfecto para cobrar su venganza.
Alejandro y Marcos regresaron al pueblo con una mezcla de alivio y terror, conscientes de que habían desatado fuerzas que apenas comprendían. Los días siguientes, Alejandro trató de volver a la normalidad, pero la sensación de ser observado nunca lo abandonó. Cada crujido de la vieja casa colonial, cada sombra alargada por la luz de la luna, le recordaba que algo oscuro seguía allí, aguardando.
Un día, mientras paseaba por el mercado local, Alejandro se encontró con una anciana misteriosa que vendía amuletos y talismanes. Tenía una mirada penetrante y una presencia inquietante que hizo que Alejandro se detuviera. Sin saber exactamente por qué, sintió la necesidad de hablar con ella.
—Sé lo que has hecho, joven —dijo la anciana sin preámbulos—. La oscuridad que enfrentaste no ha desaparecido. Ha sido contenida, pero su ira ha crecido.
Alejandro se quedó sin palabras, pero la anciana continuó:
—La cabaña era solo el comienzo. El mal que vive en esos bosques tiene raíces profundas en nuestra tierra. Debes encontrar el origen y destruirlo completamente.
Con estas palabras resonando en su mente, Alejandro buscó a Marcos y le contó sobre el encuentro. Juntos, decidieron que necesitaban más información. Se dirigieron a la biblioteca del pueblo y buscaron antiguos registros y relatos locales. Descubrieron que hace muchos siglos, un sacerdote oscuro había realizado rituales prohibidos en el bosque, tratando de invocar poderes que nunca debieron ser despertados. El símbolo que habían destruido en la cabaña era solo uno de los muchos sellos que mantenían a raya a estas fuerzas oscuras.
Equipados con esta nueva información, Alejandro y Marcos se adentraron nuevamente en el bosque, esta vez mejor preparados. Llevaban consigo amuletos de protección, sal bendita y un mapa antiguo que señalaba los lugares donde los rituales habían sido realizados.
La primera noche en el bosque fue tensa pero sin incidentes. Al segundo día, encontraron una serie de piedras dispuestas en un círculo, cubiertas de musgo y maleza. Al inspeccionar más de cerca, descubrieron más símbolos tallados en ellas. Sin pensarlo dos veces, comenzaron a destruir los símbolos uno por uno. Cada símbolo destruido provocaba una sacudida en el aire, como si el bosque mismo se estremeciera.
Al caer la noche, encontraron el último lugar marcado en el mapa: una cueva oculta detrás de una cascada. La entrada estaba cubierta de enredaderas y parecía no haber sido tocada en siglos. Dentro, el aire era denso y olía a humedad y decadencia. La oscuridad era total, pero la luz de sus linternas reveló más símbolos y restos de antiguos rituales.
Mientras avanzaban, comenzaron a escuchar susurros, voces que parecían venir de las paredes mismas. Ignorándolas, llegaron al fondo de la cueva, donde encontraron un altar cubierto de símbolos y restos de sacrificios antiguos. Alejandro supo que este era el corazón de la maldad que había atormentado a San Sebastián durante tanto tiempo.
Con determinación, comenzaron a destruir el altar. A medida que lo hacían, la cueva se estremecía y los susurros se convirtieron en gritos. La figura sombría con ojos rojos apareció una vez más, pero esta vez estaba débil, casi transparente. Con un último esfuerzo, Alejandro y Marcos destrozaron el altar, y la figura se disolvió en un grito desgarrador.
La cueva comenzó a derrumbarse, y los chicos apenas lograron salir antes de que la entrada se sellara para siempre. Exhaustos pero victoriosos, regresaron al pueblo, donde contaron su historia a los ancianos. La anciana del mercado los esperó y les dio un último consejo:
—Han hecho un gran bien, pero nunca olviden que el mal puede regresar si no estamos vigilantes.
San Sebastián volvió a la normalidad, pero Alejandro y Marcos sabían que siempre debían estar preparados. Aunque el mal había sido derrotado, las cicatrices de su presencia permanecían, y el bosque nunca dejó de susurrar sus secretos oscuros.
Continuará…
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